Pongamos que todos los días de dos años estuve vivo.
Recorrí una ciudad en un desgaste mutuo, y me sacié.
Acudí a tertulias de inermes poetas en el piso de Pablo,
mi amigo obsesionado con el desierto, donde a menudo
los viejos se excedían hablando y los jóvenes fumando.
Frecuenté dos o tres bares del centro. Creí ver al mismo
tío al principio y al final de una calle mal iluminada.
Confundí a una chica de espaldas con una conocida
a la que nunca presté demasiada atención. Me pregunté
por qué. ¿La creí predecible, insorpresiva? Cómo peta el
altavoz, hermano. Defenestré la salsa. Me reí de algo que
con toda seguridad no recordaría. Vi droga en todas partes
cuando me drogaba. No la vi cuando no me drogaba, que
era casi siempre. Peleas, gente de fuera, los pitillos ya
no se llevan, incontables air forces blancas y capuchas
de pelo sintético, humedad mucha, y subiendo, el lenguaje
es un fenómeno muy extraño, si lo piensas, citas de citas
de citas, pequeñas portátiles tiroteadas ficciones como
ventanas altas, o estatuas vivas o pavesas, ondeando.
Perdona, ¿tienes un cigarro? Advertí que no se oían
los grillos como un responso en el vacío. Pasé por
un hotel a cuya azotea llevé a dos chicas muy
distintas que sin embargo pidieron lo mismo.
Por un bufet en el que pensé de verdad que pensé
estoy tomando buenas decisiones últimamente.
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