Amanecía, y Ferran caminaba decidido pues sabía hacia dónde. En los últimos días, había sufrido una metamorfosis: ahora era un artista. A sus 42 años había, al fin, encontrado una pasión. Y el hecho de tener una obra de la que preocuparse le satisfacía y calmaba. Hasta ese momento, su vida se había asemejado a un laberinto siniestro que él se limitaba a husmear, persiguiendo el rastro de algo que no sabía lo que era y, a su vez, huyendo de una fuerza extraña que lo perseguía. Pero esos días habían quedado atrás. Ahora era como si los muros de ese laberinto se hubieran venido abajo y tuviera, ante él, un enorme páramo en el que correr contra las estrellas. La noche anterior, sin ir más lejos, había pintado un “VIVA ESPAÑA”. Todas eran del rollo; consignas vacuas aunque poderosas, constitucionales aunque franquistas. Las realizaba encapuchado, metido bien adentro de la noche, con fat caps baratos del chino y una dudosa precisión caligráfica, y procuraba, haciendo gala de un espíritu artístico moderno y planificador, totalmente alejado de la bohemia comúnmente trituradora, que fueran visibles desde la carretera. Y ahí estaban. Técnica: aerosol sobre concreto. Movimiento: Impresionismo concreto postlaberíntico.
Bueno, que amanecía. Amanecía, y Ferran caminaba decidido pues sabía hacia dónde. Sin embargo, esa mañana era distinta. Vestía igual que la noche anterior, con una variación: ahora llevaba un chaleco reflectante. A raíz de un incidente con la policía en sus tiempos de ultra perico, tenía que prestar, a la comunidad, nada menos que 40 horas de sus servicios de limpieza. Y su cometido era devolverle el blanco a las paredes. Así que amanecía, sí sí, y Ferran caminaba decidido pues sabía hacia dónde: hacia el suicidio artístico. Hacia la destrucción su obra. O la culminación, según se vea. Una obra de compleción inversa. De ida y vuelta. Y Ferran se sentía bien, con la convicción visceral del activista que arroja una lata de salsa de tomate sobre Los girasoles, o la locura del húngaro loco que, pongamos, mutila La pietà. De ese modo, pintando de noche y borrando de día, se estaba autocreando empleo. Podría decirse que era más próximo al emprendimiento que a la delincuencia. Amanecía, claro, como ya sabemos, y aunque lo intentara, a Ferran le era imposible recordar el laberinto. Sus ángulos. Sus muros. Ahora solo los pintaba.
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