(a) Las historias nos permiten hablar entre nosotros de cosas de las que no se puede hablar de ninguna otra manera; ningún modelo semántico podría explicar por qué la imagen de los judíos flotantes de Cynthia Ozick en «Levitación» significa tanto como significa;
(b) Me siento bastante solo la mayor parte del tiempo, y la ficción es una de las pocas experiencias en las que la soledad puede afrontarse y aliviarse. Las drogas, las películas en las que explotan cosas, las fiestas ruidosas... todo eso ahuyenta la soledad haciéndome olvidar que me llamo Dave y que vivo en una caja de huesos uno a uno que nadie puede penetrar ni conocer. La ficción, la poesía, la música, el sexo serio y profundo y, de diversas maneras, la religión son los lugares (para mí) donde la soledad se acepta, se mira, se transfigura, se trata. En muchos sentidos, es todo lo que hay). D. F. W.
El amigo del seminario había ido con un amigo. Lucy lo observó con detenimiento; ella sabía cómo administrar sus propios catecismos, no en vano era novelista. Catequizó y catalogó: un refugiado. Dedos que parecían largas velas de cera, apagadas en las uñas. Cuencas negras: ¿sería ciego? Resultaba difícil precisar dónde se ubicaban los ojos bajo aquel saliente de cráneo. Una calavera en lugar de cabeza. Sin embargo, qué boca tan carnosa, qué labios, qué dientes ordenados y expresivos. Vio el hueso protuberante en la muñeca enjuta. La nariz de un santo. El rostro de Jesús. Habló en un susurro. Todo el mundo se inclinó para escuchar. Era la voz de Feingold: la voz que Feingold estaba esperando.
«Salta a los tiempos modernos —ordenó la voz—. Salta hasta ayer.» Lucy había acertado: reconocía a un refugiado nada más verlo, incluso antes de escucharle el acento. Todos le recordaban a su propio padre. Tomó nota mentalmente de esa observación (el parecido de los pastores presbiterianos con los refugiados que huyeron de Hitler) para comentarla con Feingold más tarde; le pareció analítica en su justa medida, reunía la necesaria dosis de misterio. «Ayer —dijo el refugiado— los ojos de Dios estaban cerrados.» Y Lucy vio que cerraba sus ojos, ocultos al final de sendos túneles. «Cerrados igual que portones de hierro», continuó el hombre, con una voz tan noble que a Lucy le recordó el sobrecogedor pasaje del Génesis donde la voz del Señor penetra en el Edén al caer el día y llama a Adán: «¿Dónde estás?».
Todos escuchaban con fervor. Lucy miró de nuevo a su alrededor. El fervor de los judíos le resultaba doloroso. Ella también vivía las cosas con intensidad, pero era porque la pasión le agitaba el cerebro, recreaba imágenes con la imaginación; a fin de cuentas, era novelista. Ellos, en cambio, siempre se lo tomaban todo a pecho; llegaba a pensar que entre los suyos incluso los tenderos eran tan obsesivos como cualquier novelista. ¿Sería porque eran los elegidos, sería porque se compadecían de sí mismos a cada paso que daban?
La compasión y el sobrecogimiento se reflejaban en todas las caras.
El refugiado estaba contando una historia. «Yo lo presencié —dijo—, yo soy el testigo.» Horror; sadismo; cadáveres. Como si —Lucy extrajo la imagen del viento esquivo que era su voz susurrante—, como si asistieran a cientos y cientos de crucifixiones a la vez. Visualizó una colina con un sinfín de cruces, y cuerpos colgando de enormes clavos ensangrentados. Cada uno de los judíos era Jesucristo. Solo así Lucy consiguió imaginarlo: de otro modo no era más que una película. Había visto todas las películas, y la verdad es que no sentía nada. La misma pala mecánica amontonando los mismos esqueletos convertidos en meros palitroques, el mismo chiquillo de la gorra con la boca torcida y las manos levantadas. Si una cámara hubiera grabado la Crucifixión, el cristianismo se hundiría, la gente se insensibilizaría. La crueldad nacía de la imaginación, y era la imaginación la que debía ser testigo.
A pesar de todo, escuchó. El refugiado describió exactamente lo que se veía en las películas. Una escena en gris, una colina cubierta de maleza, un barranco. Alemanes con casco, cinturones negros relucientes como la pez, guantes. Una hilera desigual de judíos en el borde del barranco: una abuela entrada en años, uno o dos chiquillos, una pareja de unos cuarenta años. Todos los rostros tiznados de grisura, los rastrojos del suelo teñidos de gris, las ropas que los cubrían lacias como mortajas pero inmóviles, como si ya estuvieran bajo tierra, al cobijo del viento, como si ya fueran de piedra. El susurro del refugiado los esculpió hasta convertirlos en estatuas: allí estaban, de pie, un asterisco de judíos de piedra negruzca, podías ver los orificios de la nariz, abiertos como cráneos, las orejas de los niños redondas como guijarros, el patético cuello de palo de la anciana, el padre y la madre agarrando a los niños pero ajenos uno para el otro, sin el menor roce, la abuela apartada sin reclamar nada y sin que nadie la reclamara, con sus encías de pedernal de las que no salía ninguna oración. Allí estaban, inmóviles. La voz del refugiado los recreó con tanto detalle que no había más remedio que mirar. La voz obligaba a Lucy a no apartar la vista. Traspasaba las figuras con su susurro. Entonces dio paso a los disparos. Las figuras no se tambalearon, no temblaron siquiera: su consistencia pétrea se quebró de pronto y cayeron limpiamente, como sacos, barranco abajo. Quedaron amontonados, una maraña de brazos y piernas. Como en un plano cinematográfico, la voz del refugiado llevó una bota alemana hasta el borde del barranco. La bota pateó la arena. Pateó y pateó, y la arena se vertió sobre la familia de sacos.
Entonces Lucy se fijó en las manos de los que escuchaban: todos tenían los dedos crispados.
La habitación empezó a elevarse. Ascendió. Subió igual que un arca sobre las aguas. Lucy dijo para sus adentros: «Esta cámara de judíos». Le pareció que la estancia levitaba sobre los efluvios del susurro del refugiado. Sintió que se quedaba sola en el fondo, por debajo del suelo de madera, mientras el resto de la habitación flotaba y ascendía cargada de judíos. ¿Por qué no la acogían a ella? Solo Jesús podía acogerla. A aquellos judíos los estaba secuestrando un emisario de la tierra de los muertos. El hombre tenía un poder. Ya estaba a la sombra de una nueva historia; ella se prometió no escucharle, solo Jesús la haría escuchar. Mientras tanto la habitación ascendía. Lucy la veía cada vez más pequeña desde abajo a medida que se alejaba.
Echó atrás la cabeza para no perderla de vista. ¿No chocaría con el piso de arriba? Era como observar la parte inferior de un ascensor, cubierta de suciedad y pelos, del que colgaban raíces polvorientas. El suelo negro subía más y más. Se apartaba de ella, perdiéndose en las alturas, elevando a los judíos.
La gloria de su martirio.
Bajo el alero que ascendía, Lucy tuvo una iluminación: se vio con los niños en un pequeño parque de la ciudad. Una tarde de domingo de principios de mayo. Feingold se ha quedado en casa a echar la siesta, y Lucy y los niños encuentran un banco donde sentarse a esperar a que comience la insólita música. La habitación sigue levitando, pero en el interior de la visión de Lucy los chicos persiguen a los pájaros. Corretean y se alejan de Lucy, vuelven, se van. Rodean a una paloma. No la tocan; Lucy se lo tiene prohibido. Ha leído que las palomas de la ciudad pueden contagiar la meningitis. Un chiquillo de Red Bank, Nueva Jersey, contrajo la enfermedad del sueño por tocar a una paloma; después de seis años, sigue todavía dormido. Mientras duerme, el niño se ha convertido en un adolescente; la pubertad le ha sobrevenido durante el sueño, los testículos le han bajado, una pelusilla rubia y benigna se refleja en sus mejillas. Sus padres no dejan de llorar. Aún está dormido. No se ven instrumentos ni músicos. Una mujer aparece en un escenario y da un paso al frente. Es una antropóloga del Instituto Smithsoniano de Washington, D. C. Explica que no se trata de un «espectáculo» corriente; no habrá «artistas». Los intérpretes no serán gente de teatro; serán «auténticos campesinos». Procedentes directamente de Messina, de Calabria. Son pastores, crían ovejas y cabras. Cantarán y bailarán y actuarán del mismo modo que cuando bajan de las montañas a pasar la velada en las tabernas. Tocarán los instrumentos que ahuyentan a los lobos del rebaño. Cantarán las canciones con que loan a la Madonna del Amor. Una docena de hombres entran en fila en el escenario. Tienen caras toscas, no sonríen. Tienen la tez oscura, curtida, llena de cráteres. Sus orejas y sus narices parecen barro reseco y retorcido. Tienen dientes de oro. Están desdentados. Algunos son jóvenes, la mayoría de mediana edad. Hay uno muy viejo; lleva cascabeles en los dedos. Uno tiene un instrumento que recuerda a una mantequera: mete y saca un palo por un agujero en un tonel de madera que sujeta bajo el brazo y que escupe un chirrido insistente. Uno toca dos caramillos a la vez. Uno rasguea una larga correa. Uno sostiene un pequeño armazón con timbres de bicicleta, descendiente de las campanas que tañían los sacerdotes en el templo de Minerva.
La antropóloga sigue enfrascada en sus explicaciones. Explica cómo funciona el instrumento «macho»: consta de tres aldabas de madera; la del medio bate arriba y abajo y repica contra las otras dos. Las canciones, comenta, son en esencia eróticas. Las danzas son sugerentes.
La insólita música comienza. El parque se ha llenado de italianos; inmigrantes sicilianos, neoyorquinos de origen napolitano. Un pueblo antiguo. Aplauden. El viejo de los cascabeles en los dedos señala las punteras polvorientas de sus zapatos y danza girando lentamente sobre sí mismo. Tiene la mirada perdida, como en trance, se agacha y se yergue de nuevo. La antropóloga explica que esa danza de un continuo agacharse y erguirse se encuentra también en algunas zonas de África. Los cantantes gimen y ululan como los árabes; la antropóloga observa que la conquista árabe abarcó la punta de la bota italiana a lo largo de doscientos años. Todo el coro de campesinos canta en un dialecto del griego arcaico; la lengua ha sobrevivido en las canciones de antaño, explica la antropóloga. La multitud ríe y sigue el ritmo pataleando contra el suelo. Chasquean los dedos y se mecen al ritmo de la música. Los hijos de Lucy se aburren. Observan al hombre de los cascabeles en los dedos; observan el macho de madera batiéndose arriba y abajo. Todo el mundo da palmas, sigue el ritmo con los pies, taconea, se balancea, patalea. Los alaridos se prolongan, más y más rápido, los que cantan bailan, los que bailan cantan, dan vueltas y vueltas, sonríen con la sonrisa narcotizada de los derviches. En su tierra cultivan flores. Siguen a las ovejas por los altos pastos. Por la noche toman vino en las tabernas. ¡Calabria y Sicilia en Nueva York, sin sus mujeres, vestidos con camisas manchadas de sudor y pantalones arrugados y polvorientos, jadeando frente a extraños que no han olido la dulce fragancia de los pastos de su aldea!
De repente, la antropóloga del Instituto Smithsoniano se ha desvanecido de la visión de Lucy. Dos de los bailarines se agarran. Una pierna se enrosca sobre otra pierna, las barrigas tocándose, los dos hombres saltan con la única pierna libre. Entrelazados, se agachan y se yerguen, se agachan y se yerguen. Salen de ellos antiguas sílabas helénicas. Dan alaridos agudos, elásticos. Celebran a la Madonna, patrona de la fertilidad y la fecundidad. Lucy se siente glorificada. Se siente exaltada. Comprende. No que los músicos sean campesinos, ni que sus rostros y sus pies y sus cuellos y sus muñecas sean rastrojos y tierra roja. Asiste a una revelación: ve la esencia eterna: antes de la Madonna fue Venus; antes de Venus, Afrodita; antes de Afrodita, Astarté. El vientre de la diosa es jardín, cordero y criatura. Ella es el río y la cascada. Ella hace que los serios hombres de negocios —los pastores son hombres de negocios— retocen y enseñen sus dientes de oro. Ella los induce a soplar, golpear, frotar, agitar y rasguear objetos para que derramen la música.
En la iluminación, los hombres siguen ejecutando su danza furiosa. Se contorsionan. Por la diosa, por obra del vientre de la diosa, empiezan a transformarse en serpientes. Cuando se quedan quietos son barro. Son desde siempre hasta siempre. La naturaleza es su pulso. Lucy lo ve; comprende: los dioses son Dios. ¡Qué terrible haber renunciado a Jesús, a un hombre como estos, hecho de barro igual que estos, también con un pulso, el Dios que se introduce en la naturaleza para convertirse en un dios! Jesús no es más milagroso que un pastor cualquiera; ¿acaso un pastor es un milagro? ¿Lo es una hoja? ¿Una nuez, una fosa, un cogollo, una semilla, una piedra? ¡Todo es milagro! Lucy se da cuenta de que ha abandonado la naturaleza, de que ha perdido la religión verdadera por el Dios de los judíos. Los niños están tumbados en el suelo, escarbando en la tierra con palitos. Escarban sin parar, hacen hoyuelos y amontonan al lado la tierra. Los llenan con huesos de melocotón y de cereza, con pieles de melón. Los sicilianos y los napolitanos recogen sus cestos de mimbre, sus monederos y sus bolsas de la compra, y se van. Los bancos huelen a restos de fruta, están manchados de jugos y asediados por los insectos. El escenario ha quedado desierto.
El salón se ha escapado completamente. Lucy lo ve muy arriba, pequeñísimo, apenas más ancho que la media luna de su pulgar. Todavía navega hacia las alturas, y las voces de los que van a bordo le llegan tan débiles que Lucy apenas las distingue. Sabe, sin embargo, cuál es la palabra más recurrente. ¿Cuánto tiempo pueden seguir con eso? ¿Hasta cuándo? Rumian la misma idea morbosamente, una y otra vez. Muerte, muerte, muerte. La palabra se le antoja no tanto una palabra humana como el grito de un animal; el graznido de un cuervo. Cra, cra. Pertenece a la categoría de las tormentas, de las inundaciones, de las avalanchas. Designios de Dios. «Holocausto», masculla alguien desde arriba; Lucy sabe que es Feingold. Siempre repite esa palabra, una y otra vez. Qué mal le sienta la historia, ¡le hace parecer tan insignificante! Lucy llega a la conclusión de que la atrocidad puede acabar hartando. Ella está aburrida de las ejecuciones y del gas y de los campos, no se avergüenza de reconocerlo. Son tan tediosos como una plegaria. La repetición merma las convicciones; piensa en su padre, cantando los mismos himnos semana tras semana. Si repitieras la misma oración una y otra vez, ¿tu cerebro no acabaría convertido en poco más que una rueda de plegaria?
En el comedor todas las fuentes empezaban a secarse. Se respiraba un aire viciado, de fiesta fallida. Bebían cerveza o Coca-Cola, o whisky con agua, y jugueteaban con las migas de tarta esparcidas por el mantel. Aún quedaba un poco de queso en un plato, y medio cuenco de cacahuetes salados.
—El impacto del individualismo romántico —objetó uno de los humanistas.
—¿En la galería Frick?
—Esa no la he visto.
—Apuestan fuerte, eso hay que reconocerlo.
Lucy, apoyada con abandono en una puerta, intentó sintonizar con la conversación. Era un alivio oír hablar a los ateos. Una diseñadora de camisas que trabajaba en el departamento gráfico de la editorial de Feingold entró con un abrigo en la mano. Feingold la había invitado porque acababa de divorciarse; le daba miedo vivir sola. Le daba miedo que la asaltaran en el sótano de su casa cuando bajaba la colada.
—¿Dónde está Jimmy? —preguntó la diseñadora gráfica.
—En la otra habitación.
—Despídeme de él, ¿eh?
—Adiós —dijo Lucy.
Los humanistas —Lucy se dio cuenta de que todos eran compasivos caballeros— se levantaron. En el suelo había un pequeño charco de salsa que se derramaba de la mesa.
—Ah, ya recogeré yo eso —dijo Lucy a los caballeros—. Ni os preocupéis.
Feingold y el refugiado surcan el salón en las alturas. Sus palabras son motas de polvo. Todos los judíos están en el aire.