Incluso antes de conocerla, él ya la había querido. Y dejado de querer. Ya había pensado en ella, abruptamente, como la montaña toca al escalador, y no al revés. En ciudades sin montaña, como la suya, las cordilleras se insunúan en en el habla. La gente habla afilado. Imagina Nueva York. Lisboa. Violencia de grandes ríos que no silban. Ahora imagina Estanbul. Atenas. Su ternura. Se conocieron en una ciudad. ¿Qué ciudad? Su ciudad. Aunque podría haber sido cualquier otra. Todas las ciudades están llenas de mascotas y de matrimonios, partes iguales, de nombres debajo de nombres, y de gente bajo la lluvia tratando de ser Carmen Maura en esa peli, etc. En definitiva, gente mascando el control de sus vidas. Precioso. Toda calle contiene más pelos que objetos, salvo en otoño, cuando las hojas. Todas las ciudades son una persecución sarcástica. El perseguido es el espacio, que no huye ni es atrapado, en cambio, en el campo hay perseguidores pero no perseguidos. Todas las ciudades se explican por el trabajo, es decir, por cambiar las cosas de sitio. O los cuerpos. No los abras hasta que termine, le dijo ella. ¿Ves? Afilado. Allí, ojos cerrados, mano con mano, pies desnudos sobre la hierba. Se guarecían en una penumbra propia a la luz de todas las luces del concierto. Él se sentía un tonto feliz por las cervezas y deseaba abrazarla por detrás con todas sus fuerzas, y eran los únicos, los únicos en el jardín que bailaban. Entonces estaban dentro de la música y la música en su centro como un gigante florecer, y además eran canciones que ni siquiera conocían, y tal vez eso fuera lo que los hacía tan completos como un reloj de agua. Hay navajas que solo cortan carne y carne que solo se afila cortando. Y ojos que se enroscan en cuellos que son los suyos. La luz de los faros restalla en las ventanas, espejean los vértigos metropolitanos. Afuera queda el mundo, arrumbado como una yegua vieja. Ahora que declina el día, la noche enciela sus párpados, arrinconándolos. Zarpan navíos. Amanecer es inaugurar un naufragio: la fatuidad de los salvados, su sed. Un brillo de balsas echadas al sol. La cama una bahía revuelta y, hundido en ella, un deseo que ha trepado por los países de los muertos hasta hollar su confín preciso. En esta playa, su vestido es menos azul que anoche y un poco más turquesa, y lo sostiene con el brazo alzado, de pie junto a la orilla como en un sueño. Arriba las nubes cada vez más oscuras, amenazadoras, quieren arruinarles la mañana. Ella se da la vuelta para mirarle. La mano todavía en el agua. Abre la boca muy lento, al borde de suspirar o gemir o decir algo. Él espera. ¿Qué plegaria esta vez? ¿Qué carrera en los prados contra las estrellas?
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