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En Vita nuova, nos dice Dante que alguna vez enumeró en una epístola sesenta nombres de mujer para deslizar entre ellos, secreto, el nombre de Beatriz. Borges piensa que en la Comedia repitió Dante ese melancólico juego, sospecha que edificó el mejor libro que la literatura ha alcanzado para poder intercalar algunos encuentros con la irrecuperable Beatriz. Y yo tengo la impresión de que -salvando, por supuesto, las insalvables distancias- este melancólico juego lo llevé a cabo inconscientemente en La asesina ilustrada, tengo la impresión de que escribí todo el libro para poder intercalar en él un poema, un solo poema, el último que escribí en mi vida y el único que he publicado. Vistas así las cosas, toda La asesina ilustrada habría sido una excusa para poder despedirme de la poesía a través de estos versos: «Proscrita andarás sin lágrimas ni tumba / y navegarás cerca del tiempo ido y de allí, / más allá y hacia lo lejos, / con los ojos frente a lo Nunca Visto, / en dirección a Circe, bella muerta, / allá donde, rebasando en silencio / las ciudades sin sol, me encontrarás. / Seré la destrozada nave que tocará / la playa de la amiga en vano celebrada.»
Hoy en día La asesina ilustrada me parece básicamente una despedida de la poesía por mi parte. El argumento oculto del libro sería la sorda tragedia juvenil del que se ha despedido de la poesía para caer en la vulgaridad de la narración. Si a Hemingway, por ejemplo, ese tipo de trasvase de la poesía a la prosa no le había preocupado ni lo más mínimo («la facultad lírica de la adolescencia, tan perecedera y engañosa como la propia juventud»), a mí en cambio me afectó mucho. La asesina ilustrada, con su atormentada descripción de la muerte de un poeta, da pleno testimonio de ello, habla no sólo de mi drama personal sino del drama de muchos escritores jóvenes que al principio de su proceso creativo, si son imaginativos, suelen construir mundos poéticos propios, forjados en gran medida por sus lecturas, pero más adelante, a medida que la intensidad imaginativa va disminuyendo, van viendo cómo se acomodan a la realidad, caen en la prosa cotidiana y eso les hace sentir que han traicionado sus principios poéticos de primera hora. Algunos, los más inteligentes y obstinados, se resisten a rendirse tan fácilmente y mantienen la fe en su poesía durante algunos años más, pero lo que no saben es que, por mucho que hagan, la poesía ya les abandonó a ellos hace mucho tiempo. Nadie escapa a esta ley de la vida poética tan demoledora, nadie. O, mejor dicho, escapa de ella la inmensa mayoría de la humanidad, toda esa gente zumbada y aplastada por la tiranía de la realidad y que ha tenido la dudosa suerte de no haber distinguido nunca entre prosa y poesía.
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