Una colección de jarras y tazas abigarradas pende del techo, de las bigas de madera barnizada. En el mismo centro, cinco aspas oblicuas se suceden. Obedecen a la inacción de los días lentos.
-Vicente, hay aquí chocolate, ¿quieres? ¿Chocolate caliente? -dijo la chica tras la barra con una mueca ingenua en el rostro. Supuse que adoptaba aquel gesto a menudo, porque le imprimía en la frente las arrugas poco definidas del entendimiento. De immediato, levantó la vista para obtener respuesta. Y tuvo que contentarse con un sutil cabeceo del hombre interpelado, pues él estaba vuelto y no le dirigía la mirada. Nadie lo hacía, de hecho. Ni siquiera yo, que nunca pude haber estado allí.
-Vicente, hay aquí chocolate, ¿quieres? ¿Chocolate caliente? -dijo la chica tras la barra con una mueca ingenua en el rostro. Supuse que adoptaba aquel gesto a menudo, porque le imprimía en la frente las arrugas poco definidas del entendimiento. De immediato, levantó la vista para obtener respuesta. Y tuvo que contentarse con un sutil cabeceo del hombre interpelado, pues él estaba vuelto y no le dirigía la mirada. Nadie lo hacía, de hecho. Ni siquiera yo, que nunca pude haber estado allí.
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