viernes, 15 de diciembre de 2017

óyele un susurro

el rey muere coronado aunque con los pies desnudos

el mártir muere con la creencia viva y mucha atención

el partisano muere con la sangre y el grito por el desagüe

el pobre muere ahogado en lágrimas y sabañones

el poeta muere relamiendo el verso con la memoria

todo el mundo muere con algo a lo que acogerse

incluso el tiempo muere mientras la vida pasa

domingo, 10 de diciembre de 2017

4.12.17

Tomo en préstamo un libro de relatos de Ricardo Piglia que me he ocupado de seleccionar azarosamente. (No recuerdo el título). Durante el trámite, percibo como si la bibliotecaria oteara en mí a través de la mirada, clavando su pupila azul en mi seso tierno. En el autobús puedo leer el primer relato, El precio del amor. Mi entendimiento cree asimilar nítidamente cómo el autor habla por medio de la palabra del protagonista, un joven que cubre su cabeza con un sombrero de ala ladeada, más propio de la edad provecta, creyendo así aparecer seguro de sí ante los ojos de una antigua amante a la que amó hasta el punto de querer casarse con ella para que así no pudiera dejarle. Claro está que esto se dio en un pasado, puesto que ahora se limita a visitarla con un perfume vulgar bajo el brazo con el objeto de humedecerla y seducirla de nuevo para acabar suplicándole que le expenda todo lo que necesita para recalar en un pueblo de Bolívar donde le espera la vida próspera, que, a lo sumo, son cien mil pesos.
     -¿Y por qué te volvés, si se puede saber?
     -Porque uno piensa las cosas de un modo y después todo sale distinto. Parecía fácil, ¿no?, cuando recién llegué. Me acuerdo y me mato de risa. Me iba a llevar el mundo por delante, fijate vos, y ahí tenés. -Se detuvo como si no pudiera respirar-. En esta ciudad de mierda, ¿te das cuenta? Uno llega, piensa que lo están esperando. Cuando quiere acordarse está perdido, triturado.
     La oscuridad iba llegando de  poco; en la ventana la ciudad era una mole gris.

Isabel no ha entregado aún el examen del impresionismo de hace una semana. En sus clases garabateo desmañadamente pequeños avatares grotescos, trazo diagramas ficticios semejantes a los que una vez vi de Stravinsky y reproduzco los poemas que voy memorizando. Analizamos Armonía en rojo, de Matisse. De Munch me maravillan Ansiedad y La muerte de Marat.

Pierdo al ajedrez con Álex por segunda vez. Debería afianzarme una apertura sólida y no subestimar el alcance de los caballos.

No me canso de escuchar In Rainbows.

Al llegar a la estación, el autobús se detiene junto al único andén, cargo con la mochila y espero a que todo el mundo desfile por el pasillo. Entonces, un cuerpo de la corriente fluctuante aminora la marcha, voltea la cabeza y me sonríe. Es un hombre bajo, de espalda pequeña y tez tostada, el oscurísimo pelo levantado, la frente mostrándose brillante y el andar peculiar, como incoherente. Viste tejanos y camiseta azul bajo una fina chaqueta del color de la piel y lleva una mochila desgastada al hombro. No me violenta, le devuelvo una sonrisa algo más comedida. Antes de salir, charla brevemente con el chófer. Pienso en salir por la puerta trasera. Cuando me quiero dar cuenta ha desaparecido, la escalera despejada. Me apeo y no está, ni aquí ni allá. Ni rastro.

domingo, 22 de octubre de 2017

I. de nadie a cualquiera

I (Escrito a lápiz en las primeras páginas de Mientras agonizo, entre párrafos). Autor desconocido.

[Extraña costumbre adoptada, ésta de escribir sobre otros libros, notas, ensayos, poemas, pensamientos diversos.
     Vengo de dar un paseo junto al mar. Mi felicidad se ha extendido por todo el recorrido como una alfombra aterciopelada, suave, del color de los atardeceres, y he podido andar con mucha más facilidad. Incluso he podido percibir la extraña sensación de estar realizando una tarea nueva, ahí, sobre los baldoquines del paseo, tan sorprendido que apenas he podido retener el impulso súbito de un júbilo extaordinario.]

domingo, 8 de octubre de 2017

08.10.17

Una  colección de jarras y tazas abigarradas pende del techo, de las bigas de madera barnizada. En el mismo centro, cinco aspas oblicuas se suceden. Obedecen a la inacción de los días lentos.

-Vicente, hay aquí chocolate, ¿quieres? ¿Chocolate caliente? -dijo la chica tras la barra con una mueca ingenua en el rostro. Supuse que adoptaba aquel gesto a menudo, porque le imprimía en la frente las arrugas poco definidas del entendimiento. De immediato, levantó la vista para obtener respuesta. Y tuvo que contentarse con un sutil cabeceo del hombre interpelado, pues él estaba vuelto y no le dirigía la mirada. Nadie lo hacía, de hecho. Ni siquiera yo, que nunca pude haber estado allí.

domingo, 18 de junio de 2017

andanza I, II

Cuando hube terminado de desayunar bajo el sol tibio del parque, me despedí escuetamente y atravesé el claro del bosque en torno al cual se disponen numerosos bancos de madera desvaída. El sol incidía como un clavo en la totalidad de su extensión a partir de media mañana, bañando la planicie en una luz esplendorosa y haciendo de este un lugar concurrido. Advertí que debajo de la copa de un árbol había uno de esos camiones rutilantes y chatos que llevan un pequeño contenedor en la parte trasera. Transportaba ramiza y hojarasca seca. Recuerdo que me dio la sensación de que llevaba allí décadas o siglos sin moverse. Tenía los bajos algo abultados, la carrocería era curvilínea y en el morro se adivinaba una mueca burlona. Asentado sobre la grava y encorvando ligeramente el lomo parecía un elefante atávico que se hubiera amansado. A su sombra, una escalera metálica se encaramaba hasta desaparecer entre el verdor.

Después de descender al nivel peatonal por unos peldaños que, al confluir y fundirse en una sola escalinata,  guardan en su recodo una fuente ideal para aves y podencos -conjunto que siempre me pareció algo suntuoso-, me deslicé por entre unos pocos coches y anduve hasta colarme por la puerta giratoria de la biblioteca municipal. Cuando tengo tiempo, procuro pasarme por aquí, si no para tomar libros sí para hojear poesías o leer algún relato. Las bibliotecas son un sitio en el que me siento muy a gusto. Tenía en mente devolver un par de libros para llevarme otros dos, ya se sabe, por esa estúpida idea provinciana de no alterar el orden de las cosas si puede evitarse. Acabé llevándome conmigo "1984", de George Orwell y "El extranjero", de Albert Camus. No hubiese dado con este último de no ser porque un instante antes de partir creí oportuno rebuscar entre los nombres de autores que me gustaría leer que mi memoria atesoraba con sumo recelo. En un hálito, el nombre del existencialista, con una caligrafía afrancesada, florida pero sobria, algo petulante y casi ininteligible, se alzó por encima de los demás y trazó un vuelo bajo y oscilante. Pensé que la caída hubiera sido abismal y me limité a cogerlo de la <t>, que sobresalía.  

Era un librillo frágil y castigado que apenas destacaba al lado de todos aquellos tomos inabarcables que colmaban los estantes alabeados. El lomo estaba doblado y las letras eran apenas visibles. Fue necesario despegarlo, ya que el plástico que lo envolvía se había adherido a las cubiertas de los libros contiguos a fuerza del estancamiento. La edición era ostensiblemente antigua y las hojas, algo amarillentas en los márgenes, se percibían abultadas y emitían leves crujidos al doblarse como un abuelo que habla con tono quejumbroso. El tamaño de las letras era más bien grande y me recordó al de un ejemplar de “Tortilla flat” que hube comprado por un euro en la feria de mi pueblo hacía algún tiempo. La tipografía era canónica y característica de la editorial, al menos en los libros que se editaron por aquellas.

Durante el trayecto en autobús empecé a leerlo pero tuve que detenerme cuando noté que los párpados pesaban. Al despertar, miré a mi izquierda y vi cómo la mandíbula de una mujer a la que el sueño había vencido se abría de par en par como si riese con una carcajada sorda. Mostraba la lengua rosada recogida en una boca enorme que parecía querer engullirme.  Retomé la lectura hasta llegar a la estación, mirando por la ventana cada poco y asomando mi rostro al sol ardiente. Me apeé y me dirigí a casa, tomando el camino cuesta arriba. Al haber salvado el desnivel y haber encarado ya una recta que en ocasiones resultaba tortuosa, sentí cómo una gota brotaba de un ojo y me surcaba la mejilla. La brisa era suave pero soplaba de cara. Vi aquello como una rareza. Nunca me había sucedido durante este tramo, pese a que lo había recorrido centenares de veces con negros vendavales tirando de mí.

jueves, 25 de mayo de 2017

El poema se extingue cuando las cortezas de las higueras empalidecen

A ambos lados del espacioso paseo están dispuestos numerosos bancos de madera oscura que, a causa de su exposición irregular al sol, se muestran ligeramente chamuscados. Más de la mitad de ellos se encuentran ocupados, hecho que resulta ordinario si se tiene presente que el cielo es raso y la brisa suave y que, en días como este, las ramblas de la parte alta de la ciudad se ven convertidas en auténticos hervideros brumosos. El suelo es de baldosones de un gris mate y está sembrado de manchas negruzcas como el alquitrán.

Los paseantes discurren por entre las dos hileras de asientos en grupos de pequeño y mediano número. Mientras que las parejas y los individuos acostumbran a transitar con la templanza del flujo de las nubes, como espectros entregados al tedio que ojean las escenas,  algún personajillo puntual surge de un extremo y se esfuma por el opuesto con el apremio del que trae el culo en llamas azuladas y exhala humos de tila. Tras desaparecer, infiero que se dirige a un trabajo donde sirve con la resignación del peón. Muy por encima de todas estas siluetas, contorneadas por la luz anaranjada de la tarde, las hojas se izan como yemas batientes.

Los grandes grupos turísticos no son muy habituales a esta hora. Sin embargo, cuando se ve una marea envuelta en un halo de un amarillo vivaz, su condición resulta inconfundible. Los pasmarotes renqueantes supuran, alternando entre berridos rasgados de viva voz y ademanes iridiscentes de electrón cósmico y toses sangrantes, efluvios de poesía desnuda. Son los versos más arrebatadores que he oído nunca y puedo verlos tendidos en el suelo mortecino. Se agusanarán y las hormigas harán también lo suyo cargando con ellos y serán pisoteados y nadie los advertirá jamás pegados a sus suelas limadas. Hasta que sean polvo sobre aceras. Todo lo que pueda pasarles es realmente triste.

El viento zarandea las hojas muertas del próximo otoño, y con ellas el poema lánguido. Esto es de entre todo lo más triste, porque los otoños acontecen siempre a la nada.

miércoles, 24 de mayo de 2017

El almuerzo desnudo

Una vez hice una ronda con él, por divertirme. ¿Sabes cómo son los viejos cuando comen, que pierden completamente la vergüenza y sólo verlos te hace vomitar? Los yonquis viejos son iguales con la droga. Babean y chillan al verla. Mientras la cuecen les cuelga saliva por el mentón, les gruñe el estómago y se les retuercen las tripas en movimientos peristálticos y se les disuelve la poca piel decente que les queda, esperas que en cualquier momento se les salga una gran burbuja de protoplasma que rodee la droga. Algo realmente repugnante de ver.
William S. Burroughs