Ricardo vivía enganchado al café, a los cigarrillos, a las mujeres de mirada cansada y a otras muchas cosas que no le hacían bien. Es por eso que después de frotarse los ojos, encender la cafetera con un sonoro clic, y calentar el café del día anterior, quiso fumar. Y como no encontró el mechero, prendió el cigarrillo a la llama de los fogones en los que se haría una tortilla o unos huevos revueltos. Se desperezó, cruzó el salón y salió afuera. El cielo había amanecido nublado, y con él, la ciudad. Desde las alturas en que Ricardo se asomaba a su modesto balcón, se mostraba como una cuarteada y vaporosa mole gris en la que, de a poco, despertaban detalles. Vio el mechero sobre el alféizar de la ventana y se lo metió en el bolsillo.
La noche anterior había estado en el bar al que acudía después del trabajo con Alejandra, su nueva compañera. Era risueña y atractiva. Ricardo creía que se gustaban, por las sonrisas y aquella forma tan delicada de tocarse el pelo que ella tuvo. En cierto modo, le recordaba a la Camila de las novelas de Bandini. Tenía su tez olivácea y poseía su misma desfachatez, su misma animalidad, rasgos que amaba en una mujer; pues como había ido comprobando con los años, solían derivar de la inteligencia.
Lo que le sorprendía era que no tuviese pareja. Era cierto que no lucía ningún anillo en el dedo anular, pero Ricardo se había estado fijando en ella y le pareció que siempre andaba algo ausente, como reflexionando acerca de sus compromisos o de la cena que prepararía esa noche, incluso cuando se esfumaba con paso rápido al terminar su jornada de trabajo. Imaginó que un hombre la esperaba en casa, pero no era así, según ella le dijo la noche anterior. Le gustaba, adoraba su forma de hablar y de gesticular, y a menudo se le descolgaba la mirada, acabando en sus labios, siempre sus labios. También le dijo que el problema quizá fuera que el mayor de los problemas era el mundo y que seguramente él no estaba allí para solucionarlo. Ricardo no cejó en su sonrisa, en su deseo de complacer. Nunca tenía mucho que decir. Sin embargo, se extrañó y decidió, al cabo del rato de darle vueltas al asunto, que quizá fuera un pensamiento suyo, de Ricardo. Una fabulación íntima de las que surgen de la ebriedad. En cualquier caso, no dejaba de ser cierto, pues si algo guiaba o dejaba de guiar a Ricardo, eso era el relativismo y la indulgencia.
En ciertos momentos, rehuyó con disimulo de los temas que le remitían a su vida pasada. Ricardo notó todo eso. Rondaba la treintena, edad a la que gran parte de sus conocidas gozaban ya de una vida sentimental más o menos estable. Algunas tenían hijos a los que exhibían orgullosamente como a trofeos de caza. Pero a Ricardo, esto le era indiferente. En el bar habían estado tomando cervezas. Al parecer, las suficientes como para no recordar ni quién había pagado, ni qué pasó después. ¿Se la habría traído a casa? ¿La habría acompañado a la suya? Podrían haber ocurrido ambas cosas. La cama estaba vacía pero, a decir verdad, también más deshecha que de costumbre, con lo que en caso de haber pasado la noche juntos ya se habría marchado. De todas formas, recordaba tener la confianza necesaria como para preguntárselo más tarde. O quizá ni lo hiciera, para qué, pensó, con su sentido de la lógica rayano en el pesimismo, si ha ocurrido una vez, ocurrirá más veces.
Vertió el café en su taza de siempre. Hundió una cucharilla en el tarro de azúcar, y tras la tercera inmersión, la introdujo en la taza, donde le dio unas vueltas antes de sacarla y metérsela en la boca para probarlo. Le gustaba que la cucharilla quedase de pie, erguida sobre la montañita de azúcar al fondo del vaso. Abrió la ventana para que se colase por ella la brisa de la mañana y notó cómo su silbido le acariciaba la mejilla. Más que brisa, era viento, y parecía estar levantándose. Cerró la ventana casi al instante, pues prefería no tener que barrer las hojas más tarde, y se plantó frente a ella. Podía ver los arbolitos combándose ligeramente, con aparente fragilidad, y en la fachada de enfrente, un canario enjaulado abría y cerraba el pico. Entonces, sin saber por qué, sintió nostalgia por las mañanas de su infancia, pese a no haber tenido nunca relación con un canario ni nada parecido. Sin embargo, a través del cristal, y de algún modo gracias al cristal y a los reflejos de su superficie y al sol que se derramaba oblicuamente en la estancia como una gran catarata de luz, logró figurarse el agudo canturreo por un segundo. Cuando apuró el café, se rascó la barbilla y fue a la cocina a rellenar la taza. Luego volvió al salón, contiguo a la cocina, a matar el tiempo en su ordenador. Era algo que hacía a diario. Caminó hacia la silla, se inclinó sobre la pantalla, y se puso a correr la página del navegador sin participar de ello; las letritas a lomos de sus pálidas cabalgaduras, yendo y viniendo en la estantigua, se le aplastaban temblorosas contra las pupilas y se esfumaban aprisa. Al tiempo, sorbía del café compulsivamente. Y así estuvo un buen rato, como tendido aún en la espuma de un sueño extraño.
De pronto, salió de su ensimismamiento y reparó en que las sienes le palpitaban, calientes, y tenía un espantoso dolor de cabeza. Se dirigió al baño y tomó un paracetamol de la repisa. Allí, advirtió que el frasco de Valium dejaba ver, a su través, los macilentos azulejos. Alguien lo había vaciado. Se lavó la cara y volvió al salón. Tomó de la mesa la taza y mojó sus labios en el café. Había estado la mañana entera bebiendo de ese líquido que ahora hedía a muerte. En silencio, supo que no le quedaba mucho tiempo de vida. Resolvió teclear una última línea -con la que esperaba se hiciera justicia-, y morir con dignidad. Qué mejor manera de terminar con todo esto, se dijo, que con belleza y memoria intactas. Así que se sentó, y allí aguardó, con los codos en la mesa y sin mover un músculo. Le apeteció un cigarrillo, pero antes de oprimir la piedra del mechero con un dedo tembloroso aunque decidido recordó que había dejado el pivote de la cocinilla a medio recorrido. La llama se había extinguido y el gas había estado corriendo todo el tiempo. ¡Joder!, se riñó el pobre indolente de Ricardo, y en una exhalación todos los colores se volvieron del negro. En sus carnes sintió la más trágica sensación que puede un hombre paladear por última vez: la sorpresa.
Las pesquisas policiales determinaron el incendio como causa de la muerte. Hubo que evacuar el edificio, llegaron los bomberos y en la calle se agolpó la multitud. Un simple descuido, le dijo un agente a otro a pie de calle. O eso fue lo que oyó la mujer que, tras ellos, alzaba la vista hacia las contraventanas ennegrecidas. Al oír aquello, sintió una gran satisfacción y no pudo evitar esbozar una discreta sonrisa en unos labios ciertamente animales. Tenía una misión en el mundo: librarlo de la indiferencia. Y aunque su método, sus planes eran otros, sabía que había cumplido por esta vez. Lo que nunca llegaría a saber era que el fuego, chasquido y luego furia, ahogó en sí las palabras de la pantalla: Ricardo había escrito que ella lo había matado.