domingo, 18 de junio de 2017

andanza I, II

Cuando hube terminado de desayunar bajo el sol tibio del parque, me despedí escuetamente y atravesé el claro del bosque en torno al cual se disponen numerosos bancos de madera desvaída. El sol incidía como un clavo en la totalidad de su extensión a partir de media mañana, bañando la planicie en una luz esplendorosa y haciendo de este un lugar concurrido. Advertí que debajo de la copa de un árbol había uno de esos camiones rutilantes y chatos que llevan un pequeño contenedor en la parte trasera. Transportaba ramiza y hojarasca seca. Recuerdo que me dio la sensación de que llevaba allí décadas o siglos sin moverse. Tenía los bajos algo abultados, la carrocería era curvilínea y en el morro se adivinaba una mueca burlona. Asentado sobre la grava y encorvando ligeramente el lomo parecía un elefante atávico que se hubiera amansado. A su sombra, una escalera metálica se encaramaba hasta desaparecer entre el verdor.

Después de descender al nivel peatonal por unos peldaños que, al confluir y fundirse en una sola escalinata,  guardan en su recodo una fuente ideal para aves y podencos -conjunto que siempre me pareció algo suntuoso-, me deslicé por entre unos pocos coches y anduve hasta colarme por la puerta giratoria de la biblioteca municipal. Cuando tengo tiempo, procuro pasarme por aquí, si no para tomar libros sí para hojear poesías o leer algún relato. Las bibliotecas son un sitio en el que me siento muy a gusto. Tenía en mente devolver un par de libros para llevarme otros dos, ya se sabe, por esa estúpida idea provinciana de no alterar el orden de las cosas si puede evitarse. Acabé llevándome conmigo "1984", de George Orwell y "El extranjero", de Albert Camus. No hubiese dado con este último de no ser porque un instante antes de partir creí oportuno rebuscar entre los nombres de autores que me gustaría leer que mi memoria atesoraba con sumo recelo. En un hálito, el nombre del existencialista, con una caligrafía afrancesada, florida pero sobria, algo petulante y casi ininteligible, se alzó por encima de los demás y trazó un vuelo bajo y oscilante. Pensé que la caída hubiera sido abismal y me limité a cogerlo de la <t>, que sobresalía.  

Era un librillo frágil y castigado que apenas destacaba al lado de todos aquellos tomos inabarcables que colmaban los estantes alabeados. El lomo estaba doblado y las letras eran apenas visibles. Fue necesario despegarlo, ya que el plástico que lo envolvía se había adherido a las cubiertas de los libros contiguos a fuerza del estancamiento. La edición era ostensiblemente antigua y las hojas, algo amarillentas en los márgenes, se percibían abultadas y emitían leves crujidos al doblarse como un abuelo que habla con tono quejumbroso. El tamaño de las letras era más bien grande y me recordó al de un ejemplar de “Tortilla flat” que hube comprado por un euro en la feria de mi pueblo hacía algún tiempo. La tipografía era canónica y característica de la editorial, al menos en los libros que se editaron por aquellas.

Durante el trayecto en autobús empecé a leerlo pero tuve que detenerme cuando noté que los párpados pesaban. Al despertar, miré a mi izquierda y vi cómo la mandíbula de una mujer a la que el sueño había vencido se abría de par en par como si riese con una carcajada sorda. Mostraba la lengua rosada recogida en una boca enorme que parecía querer engullirme.  Retomé la lectura hasta llegar a la estación, mirando por la ventana cada poco y asomando mi rostro al sol ardiente. Me apeé y me dirigí a casa, tomando el camino cuesta arriba. Al haber salvado el desnivel y haber encarado ya una recta que en ocasiones resultaba tortuosa, sentí cómo una gota brotaba de un ojo y me surcaba la mejilla. La brisa era suave pero soplaba de cara. Vi aquello como una rareza. Nunca me había sucedido durante este tramo, pese a que lo había recorrido centenares de veces con negros vendavales tirando de mí.