Leo no precisamente
tierna poesía
en una tarde asfixiante de esas
en las que solo desfilan
siluetas grotescas:
bigotudos, jorobadas y cuerpos altos
de equilibrio dudoso.
El irrespirable aire y
su albergado aroma
me tedian
y el jodido mosquito que revolotea
merece
morir.
Una fortuita
ocasión de aplastarlo
se presenta,
mientras absorto no deja de succionar
el flujo
que por mi brazo
ya no correrá.
Ignorando su fin cercano
acierta en eso de seguir
a lo suyo,
sin vacilar.
Sienes punzantes,
gesto de falsa amenaza
hacia el osado
insecto.
Ante mi dudosa intención,
decide -el muy astuto-,
agitar las alas y alzar el vuelo.
Se ha ido.
Esta vez la bondad azarosa me ha envuelto
y la oscuridad no acabará nublando
la ciega voluntad
o la sed de sangre
o lo que sea
que mantiene vivo
a ese pequeño diablo.
Cuarenta minutos más tarde maldigo
a la compasión
-y a la piedad-,
cuando despierto y descubro
a lo largo y ancho de mi carne,
doce o más estocadas
blandidas con una sincera mueca
de guasa
a la muerte.